Raúl no sabía exactamente cuándo comenzaron las voces. Al principio, eran solo ecos lejanos, como susurros suaves que se perdían en el viento, pero con el tiempo se hicieron más claras, más fuertes. Al principio, pensó que eran solo su imaginación, el ruido del tráfico o personas hablando en la distancia. Pero esas voces no pertenecían a nadie. Las escuchaba cuando estaba solo, cuando no había nadie cerca. Voces que se reían, otras que murmuraban en un tono preocupado. Voces que, en ocasiones, parecían llamarlo por su nombre.
Una tarde, mientras estudiaba en su habitación, las voces se hicieron tan fuertes que sintió que su cabeza iba a estallar. Se frotó los ojos, tratando de concentrarse en su libro, pero no podía ignorarlas. Era como si cientos de personas estuvieran hablando a su alrededor, cada una diciendo algo diferente, pero todas al mismo tiempo.
“¿Qué está pasando?”, murmuró Raúl, sintiendo cómo su vista se nublaba.
Las palabras de las voces no eran claras, pero de alguna manera entendía su tono. Algunas reían con burla, como si se estuvieran riendo de él. Otras, en cambio, parecían llenas de preocupación, casi como si le estuvieran advirtiendo de algo.
Raúl se levantó de su escritorio con dificultad, tambaleándose. Se sentía mareado, y las voces no paraban. Su corazón latía con fuerza en su pecho. Desesperado, salió corriendo de su casa y bajó las escaleras, buscando algo, cualquier cosa que lo ayudara a escapar de aquel ruido ensordecedor en su cabeza.
La calle estaba vacía. El sol ya había comenzado a ponerse, y el cielo se teñía de un rojo anaranjado. Sin embargo, las voces seguían allí, rodeándolo, llenando cada rincón de su mente. Caminó rápidamente por la acera, tratando de sacudirse aquella sensación de ser observado, de estar rodeado por algo invisible. Miraba a ambos lados, pero no había nadie.
Mientras caminaba, las voces empezaron a cambiar. De risas burlonas pasaron a susurros suaves, como si lo estuvieran espiando desde la oscuridad. Raúl sentía que algo, o alguien, lo seguía de cerca, pero cuando se giraba para ver, solo encontraba las calles desiertas y las sombras alargadas de los edificios.
«¿Qué me está pasando?» pensó. No podía entender por qué, de repente, su mundo había comenzado a desmoronarse.
Con el corazón en la garganta, decidió detenerse en el parque que estaba cerca de su casa. Allí, bajo la sombra de los árboles, se sentó en un viejo banco de madera, intentando calmarse. Cerró los ojos, esperando que las voces se desvanecieran, pero en lugar de desaparecer, se hicieron más claras. Ahora eran susurros armoniosos, voces que casi sonaban a música.
La brisa fría del atardecer le rozaba el rostro, y por un momento, el tiempo pareció detenerse. El parque, que usualmente estaba lleno de niños jugando y personas paseando a sus perros, ahora estaba completamente vacío, como si el mundo entero hubiera quedado en silencio, excepto por las voces.
Raúl respiró hondo, sintiendo cómo su cuerpo comenzaba a relajarse. Las voces, aunque seguían ahí, ya no sonaban amenazantes. Ahora parecían tranquilas, casi reconfortantes, como una melodía suave que lo arrullaba.
De repente, sintió que la oscuridad lo envolvía, como un manto suave y cálido. Abrió los ojos lentamente y se dio cuenta de que el parque había cambiado. Ya no era el lugar luminoso y familiar de siempre. Las sombras de los árboles eran más largas, y las farolas que bordeaban el camino parecían parpadear débilmente, como si no tuvieran suficiente energía para iluminar por completo.
Raúl se puso de pie, sintiendo una mezcla de calma y temor. Las voces se habían vuelto tan suaves que apenas las escuchaba, pero ahora había algo más en el aire. Algo que no podía explicar, pero que lo hacía sentir inquieto.
Caminó por el parque, pasando por los senderos vacíos. El crujido de las hojas bajo sus pies era lo único que rompía el silencio absoluto que lo rodeaba. Las voces, aunque más débiles, seguían ahí, y mientras avanzaba, sentía que lo guiaban.
Cuando llegó al centro del parque, notó algo extraño. Allí, en medio del césped, había un reloj antiguo, un reloj de pie que no recordaba haber visto antes. Era enorme, con una estructura de madera oscura y una esfera blanca en la que las agujas parecían congeladas en el tiempo.
Raúl se acercó lentamente, observando cómo el reloj no emitía ningún sonido. No había tictac, no había movimiento. Todo estaba detenido. Alargó la mano y, con un dedo tembloroso, tocó la fría madera del reloj.
En ese instante, las voces se callaron de golpe. El silencio fue tan repentino que casi le dolió. La brisa se detuvo, las hojas dejaron de moverse, y Raúl sintió que el mundo entero había quedado atrapado en una burbuja de tiempo.
El reloj, que hasta ese momento había estado inmóvil, emitió un sonido seco, como un suspiro. Las agujas comenzaron a moverse lentamente, como si acabaran de despertar de un largo sueño. Pero en lugar de marcar la hora, parecían retroceder. El tiempo, de alguna manera, estaba yendo hacia atrás.
Raúl dio un paso atrás, asustado. Todo en el parque parecía retroceder también. Las hojas que habían caído al suelo comenzaron a levantarse y regresar a los árboles, las sombras cambiaban de dirección, y el sol, que ya se había ocultado, comenzaba a salir de nuevo.
Las voces regresaron, pero esta vez eran distintas. No eran susurros, ni risas burlonas. Eran voces claras, pero no podía entender lo que decían. Era como si hablaran en un idioma que no conocía.
El miedo se apoderó de Raúl. Sabía que tenía que alejarse del reloj, que algo muy malo estaba ocurriendo, pero sus pies no respondían. Estaba atrapado, como si las voces lo hubieran hipnotizado.
Finalmente, con un esfuerzo desesperado, logró dar un paso hacia atrás, alejándose del reloj. El hechizo se rompió, y de repente, el parque volvió a la normalidad. El tiempo dejó de retroceder, y las voces desaparecieron por completo.
Raúl, temblando, miró el reloj una última vez. Las agujas estaban quietas de nuevo, como si nada hubiera ocurrido.
Sin decir una palabra, se dio la vuelta y corrió fuera del parque. Sabía que nunca podría explicar lo que había sucedido, pero algo dentro de él había cambiado para siempre. Las voces podían haber desaparecido, pero la sensación de ser observado, de estar atrapado en algo mucho más grande de lo que podía comprender, nunca lo abandonaría.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.