Nadia miraba por la ventana, su respiración entrecortada y el corazón latiendo con fuerza en su pecho. A su lado, Felipe mantenía las manos firmes en el volante, los nudillos blancos por la tensión. La lluvia incesante golpeaba el parabrisas con furia, opacando las luces del coche y convirtiendo la áspera carretera en una trampa resbaladiza. Habían estado conduciendo durante horas, intentando llegar a un pueblo cercano antes de que la inmensa oscuridad de la noche los envolviera por completo.
La autovía estaba vacía, sin señales de otros coches, y el único sonido que los acompañaba era el monótono zumbido del motor y el golpeteo constante de la lluvia. El ambiente era opresivo, y cada segundo que pasaba, la sensación de que algo no estaba bien se hacía más fuerte. Nadia apretaba impacientemente las manos en su regazo, incapaz de deshacerse del malestar que la invadía desde que habían tomado ese desvío en la carretera.
—¿Estás segura de que esta es la dirección correcta? —preguntó Felipe, sin apartar la vista del camino.
Nadia miró el mapa en su teléfono, pero la señal se había perdido hacía mucho tiempo. Todo lo que podía ver era una pantalla en blanco y su reflejo pálido en el cristal.
—No lo sé —respondió finalmente—. El GPS dejó de funcionar hace rato.
Felipe suspiró, un sonido lleno de frustración. De repente, un brusco giro en la carretera hizo que las ruedas del coche patinaran ligeramente, y ambos se aferraron a sus asientos, sus corazones acelerándose.
—¡Cuidado! —exclamó Nadia, su voz temblando.
Felipe logró recuperar el control del coche justo a tiempo, pero el susto no se disipó. Algo no iba bien. Las sombras difusas que bordeaban la carretera parecían moverse, figuras humanas que se desvanecían tan pronto como intentaban enfocarlas con la vista. Nadia entrecerró los ojos, tratando de distinguir algo más allá de la cortina de lluvia, pero todo lo que vio fue oscuridad.
—¿Viste eso? —preguntó ella en voz baja, sin apartar la vista de la ventana.
—¿Ver qué? —Felipe no quitaba las manos del volante, atento al camino.
—Creo que hay algo ahí afuera… o alguien.
Felipe tragó saliva, pero no respondió. Ambos sabían que algo extraño estaba sucediendo. Las luces opacadas del coche apenas lograban iluminar unos metros por delante de ellos, y la carretera parecía más solitaria que nunca.
Avanzaron un poco más cuando de repente, frente a ellos, apareció un cruce de caminos. Era un cruce extraño, uno de esos que parecían abandonados, con viejas señales corroídas por el tiempo y cruces de madera plantadas en el suelo, como si alguien las hubiera dejado allí como advertencia. Felipe redujo la velocidad, sintiendo cómo una extraña sensación de desesperación comenzaba a apoderarse de él.
—No me gusta esto —murmuró, mirando el cruce de camino con desconfianza.
Nadia lo miró, su mente llena de imágenes familiares de antiguos cuentos de terror que le contaban cuando era niña. Este lugar no parecía seguro. Quería salir de allí lo antes posible, pero no había una salida clara. Solo un camino adelante y otro hacia la derecha, ambos sumidos en la misma densa oscuridad.
—¿Qué hacemos? —preguntó Felipe, sin apartar la vista del cruce.
Nadia no sabía qué decir. Su instinto le gritaba que dieran la vuelta, pero había algo en el ambiente, algo en esas sombras difusas, que le decía que regresar no era una opción.
—Sigue recto —dijo finalmente—. Tal vez encontremos algo más adelante.
Felipe asintió y, con el corazón pesado, aceleró el coche. Mientras avanzaban, la sensación de ser observados creció. Las sombras a los lados del camino se hacían más claras, figuras humanas que parecían surgir de la nada, y un ruido extraño comenzó a resonar en el aire, como un susurro bajo que parecía venir de todas partes y de ninguna a la vez.
De repente, una figura apareció en el espejo retrovisor, apenas visible en medio de la lluvia. Nadia sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¡Felipe! —gritó—. ¡Mira en el retrovisor!
Felipe echó un vistazo rápido y lo vio. Una figura humana, alta y delgada, caminaba detrás del coche, pero lo más inquietante era que no parecía tener rostro, solo una silueta oscura que se desvanecía en las sombras. Pisó el acelerador, el coche rugió con fuerza y la figura desapareció de nuevo en la inmensa oscuridad.
—¡Esto no es normal! —dijo Felipe, su voz llena de pánico.
La lluvia seguía cayendo, ahora más fuerte que nunca. Las luces del coche apenas podían atravesarla, y el ambiente se volvía más pesado. De repente, a un costado del camino, apareció una casa abandonada. La estructura era vieja y estaba cubierta de hiedras, con las ventanas rotas y la puerta colgando de una bisagra.
—¿Deberíamos parar? —preguntó Nadia con voz temblorosa.
Felipe negó con la cabeza rápidamente.
—No, seguimos. No quiero parar aquí.
Pasaron de largo la casa, pero algo en ella hizo que Nadia se estremeciera. Parecía… conocida. ¿Por qué le parecía haberla visto antes? Quizás en un sueño, o en una pesadilla.
Siguieron conduciendo, pero la sensación de desesperación no hacía más que crecer. Entonces, vieron algo en la distancia. Luces, parpadeantes y débiles, pero definitivamente luces. ¿Un pueblo cercano? La esperanza renació en el corazón de ambos.
—¡Un pueblo! —exclamó Felipe—. ¡Por fin!
Con renovada energía, aceleraron hacia las luces. Pero algo no estaba bien. A medida que se acercaban, las luces parecían menos reales, más difusas, como si estuvieran siendo proyectadas por una fuente que no existía. Y las figuras humanas que habían visto antes ahora estaban de pie en la carretera, inmóviles, observándolos.
Felipe frenó de golpe, el coche derrapó en el asfalto mojado. Delante de ellos, las figuras seguían sin moverse, bloqueando el camino. Nadia y Felipe los miraron con terror. Eran altos, sin rostro, y sus sombras parecían alargarse de manera antinatural bajo la luz opacada.
—No… no pueden ser reales —murmuró Nadia, su voz casi un susurro.
El ruido extraño volvió, más fuerte esta vez. Era un zumbido, un susurro en el aire, como si las figuras estuvieran intentando comunicarse. Nadia apretó el brazo de Felipe con fuerza.
—Tenemos que salir de aquí —dijo ella, su voz temblando—. Ahora.
Felipe no lo dudó más. Dio un brusco giro, maniobrando el coche en dirección opuesta. Las luces del supuesto pueblo desaparecieron de repente, como si nunca hubieran estado allí. Aceleraron de vuelta por la carretera, el corazón de ambos latiendo al unísono, sabiendo que debían escapar de ese lugar cuanto antes.
Las sombras los seguían. Lo sabían. Pero no podían mirar atrás. Tenían que seguir adelante, salir de esa maldita carretera. Los cruces de camino, la casa abandonada, todo parecía ahora una trampa tejida por algo más oscuro y siniestro de lo que podían comprender.
Finalmente, después de lo que parecieron horas, las luces de una autovía aparecieron frente a ellos. Las figuras humanas se desvanecieron, las sombras se disolvieron en la lluvia, y la desesperación que los había perseguido comenzó a aflojar su agarre.
Felipe soltó un largo suspiro, y Nadia se dejó caer en su asiento, agotada, con el corazón todavía palpitando en su pecho.
—¿Qué… qué fue eso? —preguntó ella, su voz débil.
Felipe no respondió. No tenía palabras. Solo sabían que habían escapado. Al menos por ahora.
Y mientras el coche avanzaba hacia la seguridad de la autovía, Nadia miró una vez más por el espejo retrovisor. Y en la lejanía, en medio de la lluvia y la oscuridad, creyó ver una figura. Una figura familiar. Al principio pensó que era su imaginación jugándole una mala pasada, el cansancio y el miedo acumulados haciendo que su mente viera cosas que no existían. Pero allí estaba, una figura que se recortaba en la distancia, una silueta alta y delgada, completamente quieta bajo la lluvia.
Su corazón dio un vuelco. Esa figura… le recordaba a alguien.
—Felipe, ¿puedes ir más rápido? —dijo Nadia, con la voz apenas audible, tratando de no sonar aterrada.
Felipe asintió sin preguntar, pisando el acelerador con más fuerza. Sin embargo, Nadia no podía apartar la vista del retrovisor. La figura seguía allí, inmóvil, y mientras más miraba, más se convencía de que no era una ilusión. Había algo en esa postura, en la manera en que se recortaba contra el horizonte, que despertaba en Nadia un recuerdo lejano, uno que no quería evocar.
Entonces, lo entendió. Esa figura se parecía demasiado a alguien que había visto años atrás. Un escalofrío recorrió su espalda al recordar una noche de su infancia, cuando se había perdido en el bosque cercano a la casa de sus abuelos. Durante horas vagó sola, gritando por ayuda, hasta que encontró a un hombre. Él estaba de pie en un claro del bosque, bajo la lluvia, observándola sin moverse. Nadia, apenas una niña en ese momento, se quedó paralizada por el miedo. El hombre no le dijo nada, solo la miraba con una expresión inexpresiva, como si estuviera esperando algo.
Finalmente, fue su padre quien la encontró y la llevó de vuelta a casa. Pero Nadia nunca olvidó esa figura en el bosque. Durante años, se había preguntado si todo había sido una pesadilla, si su mente de niña había creado esa imagen para asustarla. Pero ahora, viendo esa misma figura en el espejo retrovisor, sabía que no era una fantasía. Era real, y estaba aquí.
—Felipe, hay algo detrás de nosotros —dijo finalmente, su voz temblando.
Felipe miró rápidamente el retrovisor, pero no vio nada.
—¿Qué? ¿Qué es lo que ves?
—No lo sé… pero no es la primera vez que lo veo.
La confesión dejó a Felipe sin palabras. ¿Cómo podía ser que Nadia reconociera a esa cosa? ¿Había estado siguiéndolos antes? ¿Desde cuándo? Las preguntas se agolparon en su mente, pero ninguna respuesta tenía sentido.
—Tal vez deberíamos detenernos en alguna gasolinera o… buscar ayuda —dijo Felipe, aún intentando racionalizar lo que estaba sucediendo.
Nadia lo miró con desesperación.
—No podemos detenernos, Felipe. No podemos. Esa cosa… si la paramos, nos encontrará.
El miedo en los ojos de Nadia hizo que Felipe entendiera la gravedad de la situación. Sin embargo, apenas unos segundos después, el coche comenzó a dar tirones. El motor tosió y las luces del tablero parpadearon. La lluvia seguía golpeando con fuerza, y ahora el viento también parecía querer empujarlos fuera de la carretera.
—No puede ser… —murmuró Felipe, tratando de mantener el control del volante—. El coche no puede fallar ahora…
El motor tosió una vez más, y finalmente se apagó. El coche se detuvo en medio de la carretera, rodeado por la tormenta y la oscuridad. Nadia respiraba con dificultad, su pecho subiendo y bajando rápidamente, mientras apretaba los puños con fuerza.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó, con el pánico instalado en su voz.
Felipe trató de arrancar el coche, girando la llave una y otra vez, pero no había respuesta. Solo el sonido de la lluvia, la inmensa oscuridad que los rodeaba, y esa sensación escalofriante de ser observados. Nadia volvió a mirar por el espejo retrovisor y esta vez la figura estaba más cerca, como si hubiera estado avanzando lentamente hacia ellos sin que se dieran cuenta.
—¡Está más cerca! —gritó, su voz llena de desesperación.
Felipe intentó mantener la calma, pero era imposible no sentir el terror en el aire. Se quitó el cinturón de seguridad y miró a su alrededor, buscando alguna señal de vida, algún lugar donde pudieran refugiarse. Pero no había nada, solo el camino vacío y la interminable lluvia.
—Tenemos que salir de aquí —dijo Nadia, mientras su voz temblaba.
Felipe asintió, pero antes de que pudiera decir algo más, un fuerte golpe resonó en el techo del coche. Ambos gritaron, mirando hacia arriba con el corazón a punto de salirse de sus pechos.
—¿Qué fue eso? —preguntó Felipe, su voz apenas un susurro.
Otro golpe, esta vez más fuerte, sacudió el coche. Nadia sabía lo que estaba ocurriendo, pero no quería decirlo en voz alta. Esa cosa estaba aquí. No estaba esperando más, había llegado para ellos.
—¡Sal del coche! —gritó Felipe, abriendo su puerta de golpe.
Nadia lo siguió, aunque sus piernas temblaban. Corrieron hacia el borde de la carretera, buscando algún lugar donde esconderse. El viento les azotaba el rostro, y la lluvia les dificultaba la visión, pero no podían detenerse.
—¡Ahí! —gritó Felipe, señalando una pequeña estructura al borde del camino, apenas visible entre las sombras—. ¡Es una vieja estación de servicio!
Corrieron hacia la estación, sus corazones latiendo con fuerza, mientras los golpes en el coche continuaban. La figura los seguía, ahora claramente visible a través de la tormenta. Llegaron a la entrada de la estación y se refugiaron bajo el techo de metal oxidado. Estaban empapados y jadeando, pero al menos por un momento, estaban fuera del alcance de esa cosa.
Felipe trató de calmarse y pensó en qué hacer a continuación.
—No podemos quedarnos aquí para siempre… —murmuró.
Nadia, sin embargo, miraba fijamente hacia el camino. Allí, entre la lluvia y la oscuridad, la figura se había detenido justo donde habían dejado el coche. Pero no era solo eso. Ahora podía verlo con claridad, a pesar de la distancia. Y el horror la golpeó con una fuerza implacable.
—No puede ser… —dijo en un susurro.
Felipe la miró, preocupado.
—¿Qué pasa, Nadia? ¿Qué ves?
—Esa figura… es… es mi padre.
Las palabras se quedaron flotando en el aire, mientras la mente de Felipe intentaba procesar lo que acababa de escuchar. Pero antes de que pudiera decir algo, la figura comenzó a moverse de nuevo, avanzando lentamente hacia ellos.
Nadia, paralizada por la confusión y el miedo, no sabía qué hacer. ¿Cómo podía ser posible? Su padre había muerto hacía años. Pero esa figura, esa silueta, era exactamente como la recordaba. El mismo hombre que la había encontrado en el bosque, el mismo hombre que la había rescatado cuando era niña. Y ahora, estaba aquí, en medio de la noche, persiguiéndolos.
—Tenemos que huir —dijo Felipe con urgencia—. No importa quién sea o qué sea, no podemos quedarnos aquí.
Pero Nadia no podía moverse. Estaba atrapada entre el terror de lo desconocido y los recuerdos de su padre, que ahora la atormentaban de una manera que nunca hubiera imaginado.
La figura se acercaba, y el aire a su alrededor parecía volverse más pesado, más denso. Nadia sintió que algo estaba a punto de suceder, algo que cambiaría todo para siempre.
Y entonces, la figura habló.
—Nadia…
El sonido era bajo, distorsionado, como un eco que provenía de lo más profundo de la tierra. Pero era inconfundible. Era la voz de su padre.
Nadia se tambaleó hacia atrás, sus ojos llenos de confusión y terror. ¿Cómo era posible? ¿Qué estaba ocurriendo? Pero antes de que pudiera decir algo, la figura se detuvo justo frente a ellos, la lluvia cayendo sobre su cuerpo oscuro y sin forma.
—Nadia… ven conmigo.
Las palabras resonaron en su mente, una invitación que no podía comprender, pero que la llenaba de un miedo indescriptible.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.