Laura era una chica de 15 años que siempre había sido reservada. En su salón de clases, rara vez hablaba más de lo necesario. Para la mayoría de sus compañeros, era una sombra que pasaba desapercibida. En cambio, Laura encontraba consuelo en su cuaderno de dibujo, un mundo en el que podía expresarse sin necesidad de palabras. Con cada trazo de lápiz, cada sombra y línea, lograba volcar sus emociones, sus pensamientos más profundos, aquellos que nunca se atrevía a compartir con los demás.
Don Santiago, el profesor de pedagogía social, era un hombre mayor que ya llevaba muchos años enseñando. Con su cabello canoso y sus gafas siempre bien puestas, era conocido por su paciencia y su habilidad para conectar con sus estudiantes. Tenía una filosofía clara: «Las historias nos unen, nos ayudan a entendernos mejor y a ser más empáticos». Por eso, cuando llegó el momento de iniciar un nuevo proyecto en su clase, decidió proponer algo diferente. «Hoy vamos a construir un puente», dijo con su característica sonrisa, «pero no un puente de ladrillos o madera, sino un puente de historias».
El plan de Don Santiago era sencillo. Cada estudiante debía compartir una historia personal, algo que les hubiera marcado, algo que los demás no conocieran. «De esta forma», continuó, «podremos conocernos mejor y, tal vez, crear conexiones que nunca habríamos imaginado». Algunos estudiantes se emocionaron con la idea; otros, como Laura, sintieron un nudo en el estómago.
El primer día, varios de sus compañeros contaron historias sobre sus familias, amigos, e incluso sus mascotas. Algunos reían, otros se emocionaban, pero el ambiente en la clase se iba transformando. Cada historia abría una pequeña ventana a la vida de cada uno, y poco a poco, esa diversidad de vivencias parecía acercar a los estudiantes.
Laura, sin embargo, permanecía en silencio. No tenía la valentía de compartir su vida. ¿Cómo podría explicar lo que sucedía en su casa sin sentirse vulnerable? Desde que su padre había perdido el empleo, las cosas habían cambiado drásticamente. Su madre trabajaba largas jornadas para mantener el hogar, y la tensión en casa era palpable. Laura sentía la presión de ser fuerte, de no añadir más preocupaciones a su familia, pero eso significaba también guardarse todo para sí misma. El dibujo era su única vía de escape.
Don Santiago notó que Laura no había hablado, pero no la presionó. Sabía que cada estudiante tenía su propio ritmo. Mientras los días pasaban y más estudiantes compartían sus historias, algo empezó a cambiar dentro de Laura. Escuchar las experiencias de sus compañeros, sus miedos y triunfos, le hizo ver que no estaba sola. Todos llevaban sus propias cargas, aunque de maneras diferentes.
Un día, mientras dibujaba en su cuaderno al final de la clase, Don Santiago se acercó a ella. «Laura», le dijo suavemente, «tus dibujos son hermosos. ¿Has pensado en compartir algo con nosotros? No tiene que ser una historia hablada. A veces, los dibujos pueden contar más de lo que las palabras pueden expresar».
Laura lo miró, sorprendida. Nunca había pensado en sus dibujos como una forma de contar su historia, pero algo en las palabras de Don Santiago resonó en ella. Esa tarde, al llegar a casa, miró sus cuadernos llenos de bocetos. Cada uno de ellos representaba una parte de su vida, sus emociones reprimidas, sus deseos, sus miedos. Empezó a seleccionar algunos, aquellos que creía que mejor podrían transmitir lo que no se atrevía a decir.
La mañana siguiente, Laura llegó a clase con su cuaderno en las manos, más nerviosa que nunca. Sabía que hoy sería su turno, pero en lugar de contar una historia con palabras, decidió mostrar sus dibujos. Cuando Don Santiago le pidió que hablara, Laura respiró hondo y, en lugar de empezar a hablar, abrió su cuaderno.
Los primeros dibujos eran abstractos, sombras y formas que representaban la confusión que sentía cuando su padre perdió el trabajo. Luego, las figuras se hacían más claras: una familia, cada miembro distante, atrapado en sus propios problemas. Pero hacia el final, había dibujos más luminosos, de momentos de esperanza, de su madre trabajando duro para mantener la estabilidad, de pequeños gestos de amor en medio de las dificultades.
Mientras Laura pasaba las páginas, los murmullos en la clase cesaron. Todos estaban atentos, observando en silencio lo que sus dibujos decían. No hacía falta que Laura explicara nada. Sus compañeros podían ver lo que ella había vivido, sentir su dolor y también su resiliencia.
Cuando terminó, Don Santiago fue el primero en romper el silencio. «Gracias, Laura», dijo con una sonrisa cálida. «Tus dibujos nos han contado una historia poderosa». Poco a poco, sus compañeros empezaron a aplaudir. No eran aplausos de celebración, sino de respeto, de reconocimiento. En ese momento, Laura sintió algo que no había sentido en mucho tiempo: pertenencia.
Con el paso de los días, la clase se transformó. Las barreras entre los estudiantes comenzaron a desaparecer. Los que antes no se hablaban ahora compartían historias, reían juntos, se apoyaban en los momentos difíciles. Laura también cambió. Empezó a hablar más, a participar, a dejar que los demás conocieran un poco más de ella. Aunque su situación en casa seguía siendo complicada, sabía que no estaba sola. Había encontrado un lugar en el que podía ser ella misma.
El proyecto de Don Santiago había logrado su objetivo. Las historias, ya fueran habladas o dibujadas, habían construido un puente entre los corazones de sus estudiantes. Un puente que los uniría más allá de las paredes del aula.
Conclusión:
Al final, Laura comprendió que compartir su historia no solo la ayudó a sanar, sino que también permitió que los demás la conocieran y la valoraran por lo que realmente era. Aprendió que, aunque todos cargamos con nuestras propias batallas, es a través de la empatía y la conexión que podemos superarlas juntos. El puente de historias que Don Santiago les había propuesto construir no era solo una actividad de clase, sino una lección de vida que perduraría en el tiempo.
Cuentos cortos que te pueden gustar
Unidos Por la Voz
En la ciudad de Burbujín
El Gran Partido de Fútbol con los Amigos
Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.