En una colorida sala de jardín de niños, llena de juguetes y risas, había tres niños muy especiales: Estrellita, Franchesca y Felipe. Estrellita era una niña alegre y llena de energía, siempre saltando de un lado a otro con su vestido lleno de colores. Le encantaba jugar con todos y hacer reír a sus amigos. Franchesca, por su parte, era una niña curiosa, con el cabello corto y siempre llena de preguntas sobre todo lo que la rodeaba. Juntas, eran un par inseparable que llenaba la sala de juegos con su entusiasmo.
Pero Felipe era diferente. Él era un niño tranquilo, con una mirada suave y una sonrisa tímida que pocas veces mostraba. A Felipe le gustaba estar solo, sentado en una esquina, observando cómo los demás niños jugaban. No hablaba mucho, o más bien, casi nunca lo hacía. Felipe tenía autismo, lo que a veces lo hacía ver el mundo de manera distinta a sus compañeros. Los niños no siempre entendían por qué Felipe no jugaba como ellos, y por eso, solía estar solo.
Un día, Estrellita y Franchesca estaban construyendo una torre gigante con bloques de colores. Mientras se divertían, Franchesca miró hacia donde estaba Felipe, sentado tranquilamente con un peluche en las manos.
—Oye, Estrellita —dijo Franchesca—, ¿te has dado cuenta de que Felipe siempre está solo? Nunca juega con nosotros.
Estrellita frunció el ceño, pensativa. —Sí, lo he notado. Pero creo que le gusta estar solo. No habla nunca.
Franchesca se acercó un poco más a Felipe, sin dejar de lado los bloques que tenía en la mano. —Tal vez no habla, pero eso no significa que no quiera jugar.
Estrellita sonrió, de esas sonrisas que iluminan toda una sala. —¡Tienes razón! Vamos a preguntarle si quiere ayudarnos con la torre.
Con valentía, las dos niñas se acercaron a Felipe, que seguía en su rincón, acariciando el peluche y observando cómo los demás jugaban. Estrellita, con su tono alegre, le dijo:
—¡Hola, Felipe! Estamos construyendo una torre muy alta. ¿Te gustaría ayudarnos?
Felipe no respondió. No estaba seguro de qué hacer, así que solo los miró con sus grandes ojos marrones. Franchesca, que ya estaba acostumbrada a la curiosidad, se sentó a su lado y, sin decir más, le ofreció uno de los bloques de colores.
Felipe miró el bloque durante unos segundos, pensativo. Finalmente, lo tomó con suavidad. Estrellita y Franchesca no lo presionaron para que hablara o hiciera algo más. Solo lo dejaron ser parte del juego a su manera.
—Mira, Felipe —dijo Estrellita—, estamos construyendo esto juntos. Puedes poner este bloque donde quieras.
Felipe miró la torre y, con mucha calma, colocó el bloque en la parte de arriba. Las niñas sonrieron, y aunque Felipe no lo expresó, parecía que algo en su interior también sonreía.
A partir de ese momento, cada día que pasaba en la sala de jardín, Estrellita y Franchesca invitaban a Felipe a jugar. Al principio, él solo observaba y hacía pequeños movimientos con los juguetes, pero poco a poco, empezó a sentirse más cómodo. Aunque no hablaba, su participación era clara. Sonreía cuando las niñas se reían, y a veces les entregaba piezas de juguetes sin que ellas tuvieran que pedírselo.
Un día, mientras jugaban a hacer una fila de autos de juguete, Felipe hizo algo que sorprendió a todos. Estaban alineando los autos en una carretera imaginaria cuando Felipe, con mucho cuidado, empujó uno de los autos hacia el final de la fila, haciendo que los otros dos rodaran hacia él.
Estrellita soltó una carcajada. —¡Felipe, lo hiciste muy bien! ¡Empujaste todos los autos!
Franchesca, que siempre era muy observadora, se dio cuenta de lo importante que era ese pequeño gesto. —Creo que a Felipe le gusta mucho jugar con nosotros. Solo que él lo hace a su manera.
Desde ese día, Felipe se convirtió en parte esencial de los juegos. Aunque no hablaba ni corría como los demás, siempre estaba presente. Las niñas se dieron cuenta de que la amistad no siempre necesita palabras. A veces, compartir un juego, una sonrisa o simplemente un momento de tranquilidad juntos, era suficiente para demostrar que todos podían ser amigos, sin importar las diferencias.
La maestra de la sala, que observaba desde su escritorio, se sintió muy orgullosa de Estrellita y Franchesca. Sabía lo importante que era la inclusión y cómo las niñas habían logrado algo maravilloso al integrar a Felipe en sus juegos sin hacerlo sentir diferente.
Al final del día, cuando el sol ya comenzaba a bajar y los niños guardaban sus cosas para volver a casa, Estrellita y Franchesca se despidieron de Felipe con una sonrisa. Aunque Felipe no dijo nada, levantó la mano para hacer un pequeño gesto de adiós. Ese simple movimiento significaba mucho más de lo que las palabras podían expresar.
Conclusión:
Desde ese día, Felipe ya no estaba solo en la sala de jardín. Estrellita y Franchesca aprendieron que la amistad no siempre necesita palabras, y que lo más importante es compartir momentos y aceptar a cada uno tal como es. Jugar juntos se volvió una forma de comunicarse, y todos descubrieron que, al final, la verdadera amistad se basa en el respeto y el cariño. Y así, Felipe, Estrellita y Franchesca se convirtieron en un equipo inseparable, enseñando a todos que la amistad está en los pequeños gestos y en el corazón.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.