En un rincón soleado de una alegre clase de preescolar, un grupo de niños estaba muy emocionado. Era la hora del juego, y hoy habían decidido jugar al Ludo. Pepe, un niño con rizos alborotados; Lucía, una niña con coletas; Carlos, un niño con gafas grandes; y Ana, una niña con una coleta alta, se sentaron alrededor de una mesa redonda, sobre la cual estaba el colorido tablero de Ludo.
—¡Yo quiero ser el color rojo! —dijo Pepe con entusiasmo.
—Entonces yo seré el azul —respondió Lucía, sonriendo.
—Yo elijo el verde —dijo Carlos, ajustándose las gafas.
—Y yo seré el amarillo —concluyó Ana, con una sonrisa brillante.
Los cuatro niños comenzaron a mover sus fichas por el tablero, lanzando los dados y avanzando con alegría. Al principio, todo iba bien. Reían y disfrutaban del juego, celebrando cada vez que lograban sacar un seis para poder sacar una ficha de la base.
Pero después de un tiempo, las cosas comenzaron a ponerse un poco confusas. Pepe miró sus fichas y dijo —¡Tengo más fichas en el tablero que todos ustedes!
Lucía frunció el ceño y respondió —No, Pepe. Yo creo que tengo más fichas.
Carlos, mirando sus fichas con cuidado, intervino —No estoy seguro, pero creo que tengo menos fichas que ustedes dos.
Ana, que había estado contando sus fichas en silencio, dijo —Yo creo que tengo exactamente las mismas fichas que Carlos.
La confusión creció entre los niños. Aún estaban aprendiendo a contar y comparar cantidades, y no sabían quién tenía razón. La situación comenzó a generar pequeñas discusiones, y el ambiente alegre del juego empezó a desvanecerse.
El maestro, el señor Martín, notó la creciente tensión y se acercó a la mesa. Con una sonrisa amable, les dijo —Chicos, ¿qué está pasando aquí?
—Estamos tratando de ver quién tiene más fichas en el tablero, pero no estamos seguros —explicó Pepe, con los brazos cruzados.
—Entiendo, —dijo el señor Martín—. Contar puede ser un poco complicado a veces, pero vamos a resolver esto juntos. Primero, vamos a contar las fichas de cada uno.
El señor Martín se sentó con los niños y, uno por uno, comenzaron a contar las fichas en voz alta. Cada niño tomó sus fichas y, con la ayuda del maestro, las contaron cuidadosamente.
—Pepe tiene tres fichas en el tablero —dijo el señor Martín.
—Lucía tiene cuatro fichas en el tablero —continuó, después de contar las fichas azules.
—Carlos tiene dos fichas en el tablero —anunció, tras contar las fichas verdes.
—Y Ana tiene dos fichas también —concluyó, tras contar las fichas amarillas.
—¡Ah! —exclamaron los niños al unísono—. Ahora entendemos.
El señor Martín sonrió y les dijo —Es importante aprender a contar y comparar cantidades, y a veces necesitamos un poco de ayuda para hacerlo. Pero lo más importante es que disfrutemos del juego y nos divirtamos juntos.
Los niños asintieron, entendiendo la lección. Decidieron seguir jugando, pero esta vez con un espíritu de cooperación y alegría. Se dieron cuenta de que lo más importante no era quién tenía más o menos fichas, sino disfrutar del tiempo juntos.
Mientras seguían jugando, algo mágico ocurrió. Las fichas de Ludo comenzaron a brillar con una luz suave y cálida. Los niños se miraron con asombro, y el señor Martín sonrió, sabiendo que había un poco de magia en cada rincón del aula.
De repente, el tablero de Ludo se transformó en un paisaje mágico. Los niños se encontraron en un mundo de fantasía, donde los caminos del tablero eran ríos de colores y las fichas eran pequeñas criaturas amigables que los guiaban.
—¡Wow! —exclamó Ana, mirando a su alrededor—. ¡Esto es increíble!
Pepe, Lucía y Carlos también estaban maravillados. Las criaturas les mostraron cómo jugar en este nuevo mundo, donde cada lanzamiento de dado los llevaba a una nueva aventura. Cruzaron puentes de arcoíris, volaron sobre nubes esponjosas y exploraron bosques encantados.
A lo largo del camino, aprendieron a trabajar juntos para superar desafíos y resolver acertijos. Cada vez que lograban algo juntos, las criaturas del tablero les daban pequeños premios, como estrellas brillantes y dulces mágicos.
Finalmente, después de muchas aventuras, los niños regresaron a la mesa de juego en su clase de preescolar. El tablero de Ludo y las fichas volvieron a la normalidad, pero los niños sabían que algo especial había ocurrido.
—¿Fue todo eso real? —preguntó Carlos, ajustándose las gafas.
—No lo sé, —respondió Lucía—, pero fue muy divertido.
El señor Martín sonrió y dijo —La imaginación es una herramienta poderosa. Con ella, podemos transformar cualquier cosa en una aventura. Y recuerden, lo más importante es que trabajaron juntos y se apoyaron mutuamente.
Los niños asintieron, entendiendo que la verdadera magia estaba en su amistad y en la capacidad de aprender y crecer juntos. Desde ese día, cada vez que jugaban al Ludo, recordaban sus aventuras y se aseguraban de contar y comparar sus fichas con cuidado, sabiendo que siempre podían contar con la ayuda del señor Martín y la magia de su propia imaginación.
Y así, en aquel rincón soleado de la clase de preescolar, los niños siguieron jugando, aprendiendo y viviendo aventuras, sabiendo que juntos podían superar cualquier desafío.
Y colorín colorado, este cuento ha terminado. Que tengas dulces sueños y recuerda siempre la magia de la amistad y el trabajo en equipo.
Cuentos cortos que te pueden gustar
El Viaje de la Esperanza
Las Princesas del Castillo Mágico
La Noche de los Vampiros
Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.