El cielo se había teñido de un rojo profundo, como si el sol mismo hubiera sido devorado por la oscuridad que ahora reinaba sobre la Tierra. La humanidad, en su interminable búsqueda de poder y conocimiento, había rasgado el velo entre los mundos, liberando algo que nunca debió ser desatado. Una grieta gigantesca, que emanaba una luz ardiente, se extendía por kilómetros, dividiendo ciudades y campos, conectando nuestro mundo con el infierno mismo. De esa grieta surgían criaturas indescriptibles, sombras que se deslizaban por las ruinas, trayendo consigo un miedo tan antiguo como el tiempo.
Ylia, Rubiedka, Izke y Tomoe eran cuatro de los pocos que aún se aferraban a su humanidad en este nuevo mundo desolado. Habían sido amigos desde la infancia, pero la guerra y la desesperación los habían unido de una manera que nunca hubieran imaginado. A medida que el caos se apoderaba de la humanidad, los cuatro habían visto a amigos y familiares transformarse en bestias monstruosas, presas del miedo y la ira. Aquellos que lograban usar el 100% de su capacidad cerebral, en lugar de alcanzar la iluminación, sucumbían a mutaciones horribles que los convertían en criaturas más aterradoras que los demonios que emergían del abismo.
Una noche, mientras los cuatro se refugiaban en las ruinas de una antigua biblioteca, escucharon un estruendo que sacudió el suelo bajo sus pies. La grieta, que nunca dejaba de expandirse, había alcanzado la ciudad. Las paredes de la biblioteca temblaron, y el polvo caía del techo como si la construcción fuera a colapsar en cualquier momento. Los cuatro amigos se miraron, sabiendo que no podían quedarse allí.
«Tenemos que movernos,» dijo Ylia, la más sensata del grupo. Sus ojos oscuros brillaban con una determinación que parecía incompatible con la fragilidad de su figura. Su cabello negro caía sobre sus hombros como un manto de sombras, pero en su interior ardía un fuego que la mantenía en pie.
Rubiedka, siempre impetuoso y temerario, asintió con fuerza. Su cabello rojo, erizado como las llamas de un incendio, contrastaba con su rostro marcado por la suciedad y las cicatrices. «No podemos seguir huyendo para siempre. Si no hacemos algo, seremos los siguientes en caer.»
Izke, quien había perdido a su hermana menor en el caos inicial, apretó los puños. Era la más pequeña del grupo, con su cabello plateado corto que reflejaba la luz tenue de las estrellas. Había cambiado desde que todo había comenzado; su dulzura se había endurecido, y ahora hablaba poco, pero cuando lo hacía, sus palabras eran certeras como una daga. «Encontraremos una forma de sellar esa grieta. Si podemos detener esto, quizás haya una oportunidad para reconstruir.»
Tomoe, el más callado, simplemente los miró y asintió. No necesitaba palabras para expresar lo que sentía. Siempre había sido el apoyo silencioso del grupo, con sus ojos marrones que observaban todo y una mente que analizaba cada situación con calma. Llevaba una chaqueta desgastada que había pertenecido a su padre, un recordatorio constante de lo que habían perdido y de por qué seguían luchando.
Salieron de la biblioteca en silencio, sus pasos amortiguados por la ceniza que cubría el suelo. A su alrededor, las sombras se movían, observándolos, pero no atacaban. Sabían que esos seres esperaban el momento adecuado, cuando el miedo y la desesperación fueran lo suficientemente grandes como para consumirlos desde dentro.
El viaje hasta el epicentro de la grieta fue largo y lleno de peligros. A medida que avanzaban, el paisaje se volvía cada vez más desolado. Los árboles estaban retorcidos y quemados, como si la vida misma hubiera sido arrancada de la tierra. El aire era pesado, impregnado de un olor a azufre y carne quemada. Pasaron por pueblos fantasmales donde los habitantes, transformados en monstruos por el miedo, acechaban desde las sombras, esperando el momento para atacar.
Pero los cuatro no se detuvieron. Sabían que no había vuelta atrás. Habían escuchado rumores de que en el corazón de la grieta había un altar antiguo, una reliquia de tiempos olvidados que podría cerrar la conexión entre los mundos si se utilizaba correctamente. Pero nadie sabía con certeza si era real, o si simplemente era una leyenda creada por aquellos que aún no habían perdido toda esperanza.
Finalmente, después de días de caminar sin descanso, llegaron a la grieta. La visión que se desplegaba ante ellos era más aterradora de lo que habían imaginado. El suelo se abría en una herida gigantesca, de la cual emanaba una luz roja y ardiente. Desde el fondo, podían escuchar los gritos de almas condenadas y el rugido de criaturas que no pertenecían a este mundo.
El altar estaba allí, justo en el borde de la grieta. Era una estructura antigua, hecha de una piedra negra y pulida que parecía absorber la luz. Inscritas en su superficie había runas que ninguno de ellos podía entender, pero que emanaban un poder palpable.
«¿Qué hacemos ahora?» preguntó Rubiedka, su voz temblando ligeramente, algo poco común en él.
Ylia se acercó al altar, sintiendo el calor que irradiaba desde la grieta a sus pies. «Debe haber una manera de activar esto,» dijo, examinando las runas. Pero cuanto más miraba, más difícil le resultaba concentrarse. Era como si algo en su mente estuviera luchando por liberarse, una oscuridad que amenazaba con consumirla desde dentro.
«¡No toques nada!» gritó Izke de repente, su voz cortando el aire. Todos se volvieron hacia ella, sorprendidos por la intensidad de su tono.
«Algo está mal,» continuó Izke, con los ojos muy abiertos. «Estas runas… no son solo un lenguaje. Son un sello, pero no para cerrar la grieta, sino para mantenerla abierta. Alguien lo hizo a propósito.»
Tomoe, que hasta entonces había permanecido en silencio, se adelantó y miró detenidamente el altar. «Tiene sentido. El poder de este altar no es para cerrar la grieta, sino para alimentarla. Si queremos sellarla, necesitamos destruirlo.»
«¿Destruirlo?» Rubiedka levantó una ceja, claramente escéptico. «¿Y si al destruirlo, desatamos algo aún peor?»
«Es un riesgo que debemos correr,» dijo Ylia, que finalmente había recuperado el control de sus pensamientos. «No podemos permitir que esta grieta siga abierta. Cada segundo que pasa, más demonios y monstruos cruzan al nuestro mundo. Si no hacemos algo, pronto no quedará nada que salvar.»
Decididos, comenzaron a buscar una manera de destruir el altar. Pero no fue fácil. El altar parecía indestructible, y cada vez que intentaban romperlo, una energía oscura los repelía, lanzándolos al suelo. Mientras tanto, la grieta se hacía más grande, y podían sentir la presencia de algo inmenso y maligno acercándose desde las profundidades.
Fue entonces cuando Ylia tuvo una idea. Recordó las historias que su abuela le había contado cuando era pequeña, sobre cómo el bien y el mal siempre estaban en equilibrio, y que para derrotar a una oscuridad tan grande, necesitaban un sacrificio de igual magnitud.
«Necesitamos un sacrificio,» dijo, su voz temblando al comprender lo que eso significaba. «Algo o alguien debe dar su vida para cerrar esta grieta.»
Hubo un silencio tenso. Ninguno de ellos quería admitir lo que eso significaba. Pero sabían que Ylia tenía razón.
«Yo lo haré,» dijo Tomoe finalmente, rompiendo el silencio. Su voz era tranquila, pero firme. «He perdido a toda mi familia. Si esto puede salvar a alguien más, entonces vale la pena.»
«No, Tomoe,» protestó Izke, sus ojos llenos de lágrimas. «Tiene que haber otra manera.»
«Ya no tenemos tiempo,» respondió Tomoe, mirando a sus amigos por última vez. «Esto no es un adiós. Si logramos cerrar esta grieta, nuestras almas se encontrarán nuevamente.»
Con un último suspiro, Tomoe se acercó al altar. Colocó sus manos sobre la superficie fría de la piedra, y en ese instante, el altar comenzó a brillar con una luz cegadora. La grieta tembló, como si el mismo infierno se rebelara contra lo que estaba ocurriendo.
De repente, el altar se rompió en mil pedazos, y una explosión de energía pura envolvió todo. La grieta comenzó a cerrarse, lentamente al principio, y luego más rápido, como si una fuerza invisible tirara de los bordes hacia el centro. Los demonios y monstruos que habían surgido comenzaron a desaparecer, absorbidos de vuelta a las profundidades.
Cuando todo terminó, el silencio fue absoluto. Ylia, Rubiedka e Izke se levantaron del suelo, aturdidos, y miraron alrededor. La grieta había desaparecido, y el altar ya no estaba. Pero Tomoe tampoco.
El sacrificio de Tomoe había salvado el mundo, pero a un costo que ninguno de ellos estaba preparado para pagar. Sabían que, aunque la grieta estaba cerrada, el dolor de su pérdida permanecería con ellos para siempre. Pero también sabían que Tomoe había dado su vida para que otros pudieran vivir, y eso les dio la fuerza para seguir adelante.
El mundo que conocían había cambiado para siempre. Las cicatrices de la grieta seguían marcando la Tierra, y la humanidad tenía un largo camino por delante para reconstruir lo que se había perdido. Pero Ylia, Rubiedka e Izke sabían que mientras permanecieran juntos, había esperanza.
Y así, los tres amigos caminaron hacia el horizonte, sabiendo que, aunque el mundo estaba lleno de oscuridad, ellos eran la luz que podía guiar a la humanidad hacia un nuevo comienzo.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.