Cuenta mi padre que en un pequeño y misterioso pueblito llamado Tescual, entre montañas y niebla, vivía un hombre llamado Franco Botina. Franco era un joven valiente, quizás demasiado valiente, y vivía solo en una casita campestre a las afueras del pueblo, lejos de los pocos vecinos que habitaban el lugar. Desde temprana edad, Franco había desarrollado una fascinación por lo desconocido. Se decía que pasaba horas leyendo libros antiguos de magia negra y explorando secretos que pocos se atrevían siquiera a mencionar.
Tescual era un lugar lleno de leyendas, pero la que más asustaba a sus habitantes era la de las procesiones de Semana Santa. Según contaban los más viejos del lugar, durante esta época ocurrían dos procesiones: la primera, la de los vivos, que recorría las calles del pueblo durante la tarde del Viernes Santo, y la segunda, la de los muertos, que marchaba a la medianoche. Nadie en Tescual quería estar fuera de casa cuando la procesión de los muertos pasaba, ya que, según la leyenda, aquellos que la veían o se cruzaban con ella nunca regresaban.
Franco, por supuesto, no creía en tales historias. Para él, todo eso eran cuentos de viejas para asustar a los niños. Un día, su amigo Manuel lo vio caminar tarde por la carretera, justo cuando comenzaba la Semana Santa.
—Franco, no deberías andar tan tarde —le dijo Manuel, con preocupación en su voz—. Ya sabes lo que se dice sobre la procesión de los muertos.
Franco se rio, burlándose de la advertencia. —No creo en esas tonterías, Manuel. No hay fantasmas ni muertos que marchen a medianoche. Deberías dejar de escuchar esas historias.
Manuel, más serio, le insistió: —No es un juego, Franco. Durante la Semana Santa, todo cambia. He visto con mis propios ojos las luces de la procesión. Los que la ven… no vuelven a ser los mismos.
Pero Franco no estaba dispuesto a dejarse llevar por los miedos de su amigo. —Mira, Manuel, nada va a pasarme. Volveré a casa tarde si quiero, y si me cruzo con la procesión de los muertos, te prometo que estaré bien.
Manuel solo pudo suspirar, sabiendo que su amigo no iba a cambiar de opinión. Así que Franco, movido por una mezcla de valentía y curiosidad, decidió que el próximo Viernes Santo esperaría en su casa para ver si la leyenda era verdad.
Cuando llegó el día, Franco se preparó para lo que consideraba una simple prueba de su incredulidad. Se sentó en su casa, junto a la ventana, esperando a que la procesión de los vivos pasara. Al caer la tarde, escuchó el eco lejano de los cánticos y las campanas. Era la procesión del pueblo, que avanzaba lentamente por las calles. Franco observó cómo los aldeanos caminaban en fila, sosteniendo velas y rezando en silencio. «Nada fuera de lo común», pensó.
La noche cayó, y todo quedó en un silencio sepulcral. Franco miró el reloj. Faltaba poco para la medianoche. A pesar del frío que comenzaba a filtrarse por las ventanas, decidió quedarse despierto. Se acomodó en su silla, mirando el camino vacío frente a su casa.
Pasaron los minutos y, poco a poco, el cansancio comenzó a vencerlo. Aún con la vista en la ventana, cerró los ojos, luchando por no quedarse dormido. Fue entonces, en ese estado entre el sueño y la vigilia, cuando algo lo sacó de su letargo.
Un sonido suave, como el tintineo de unas campanillas, llegó hasta sus oídos. Franco abrió los ojos de golpe. Afuera, el camino que antes estaba vacío ahora parecía estar cubierto de una niebla espesa que se extendía lentamente por el suelo. Frunció el ceño y se acercó más a la ventana.
Lo que vio lo dejó sin aliento.
A lo lejos, una figura oscura apareció entre la niebla. Luego otra. Y otra más. Era difícil distinguir sus rostros, pero todas vestían túnicas largas y oscuras, caminando en silencio, como si flotaran sobre la tierra. En sus manos sostenían velas apagadas, y sus pasos no hacían el menor ruido, excepto por el suave tintineo de las campanillas que colgaban de sus túnicas.
Franco sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su corazón latía más rápido, pero no podía apartar la vista. La procesión avanzaba lentamente, y, a medida que se acercaba, Franco pudo ver que las figuras no tenían rostros. Eran sombras, seres sin forma definida, que parecían deslizarse por el camino como si no pertenecieran a este mundo.
Recordó las advertencias de Manuel, pero ya era demasiado tarde. Había visto la procesión. Quería moverse, cerrar las cortinas o alejarse de la ventana, pero su cuerpo no respondía. Estaba paralizado, atrapado entre el miedo y la fascinación.
De repente, una de las figuras se detuvo. Estaba justo frente a la ventana de Franco. Aunque no podía ver su rostro, Franco sintió que aquella sombra lo observaba. Las campanillas tintinearon más fuerte, y el aire en la habitación se volvió frío, tan frío que el aliento de Franco se hacía visible.
La figura levantó una mano y la posó sobre el cristal de la ventana. Franco sintió como si su propia energía se desvaneciera, como si algo estuviera tirando de su alma. Con todas sus fuerzas, logró retroceder unos pasos, tropezando con la silla en la que había estado sentado. Cayó al suelo, jadeando, pero cuando levantó la vista, la figura ya no estaba.
La procesión continuó su marcha, deslizándose lentamente por el camino hasta desaparecer por completo en la neblina.
Franco, pálido y tembloroso, permaneció en el suelo durante lo que le parecieron horas, incapaz de moverse o de hablar. Cuando finalmente pudo levantarse, lo primero que hizo fue correr hacia la puerta, cerrarla con llave y asegurarse de que todas las ventanas estuvieran bien cerradas.
A la mañana siguiente, Manuel fue a visitarlo. Cuando lo vio, supo de inmediato que algo había ocurrido. Franco, con el rostro desencajado y ojeras profundas, apenas pudo hablar. Finalmente, murmuró:
—La vi… La procesión de los muertos. Es real.
Manuel lo miró con tristeza, sabiendo que su amigo jamás volvería a ser el mismo.
Desde aquel día, Franco Botina nunca volvió a hablar de la procesión, ni se aventuró a salir tarde durante la Semana Santa. La curiosidad que una vez lo había llevado a desafiar las leyendas de Tescual desapareció, reemplazada por un silencio sombrío que nunca lo abandonó.
Conclusión:
La curiosidad puede llevarnos a descubrir cosas que es mejor dejar en el misterio. Algunas leyendas, por más antiguas que parezcan, esconden verdades que no deben ser desafiadas.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.