Desde el primer momento en que A vio a J, sintió algo especial. No sabía exactamente qué era, pero cada vez que J pasaba corriendo con la pelota de fútbol en el recreo, el corazón de A latía un poquito más rápido. Era algo que no había sentido antes, una mezcla de emoción y timidez que hacía que quisiera verlo siempre.
J era un chico amable y sonriente. Tenía una de esas sonrisas que iluminaban el lugar donde estaba, y A no podía evitar mirar cada vez que J sonreía. Esa sonrisa era como una pequeña chispa que encendía el día, y aunque A no se atrevía a acercarse demasiado, disfrutaba viendo cómo J se divertía con sus amigos, siempre con esa alegría que lo hacía destacar entre los demás.
Un día, durante el recreo, A decidió sentarse cerca del campo de fútbol, disimuladamente, con un libro en las manos. Aunque no estaba leyendo en realidad, trataba de parecer distraído, pero en realidad, estaba observando a J. Los chicos jugaban con entusiasmo, y J, como siempre, era el más rápido, el que siempre estaba en el centro de la acción. La pelota parecía seguirlo, y él la manejaba con tal destreza que todos lo admiraban.
De repente, mientras corría tras la pelota, J se detuvo por un momento, cansado y sudoroso, y se levantó la camiseta para secarse la frente. A, que hasta ese momento había estado observando con discreción, sintió que su cara se calentaba y rápidamente miró hacia otro lado. Pero esa imagen de J, tan natural y relajada, se quedó en su mente. No era solo que J fuera buen jugador o que sonriera mucho; era la manera en que hacía todo, con una sencillez que hacía que todo pareciera más fácil.
Después de ese día, A se dio cuenta de que no podía dejar de pensar en J. No se trataba solo de su apariencia, sino de la forma en que J trataba a los demás. Siempre ayudaba a sus amigos, nunca se burlaba de nadie, y cuando alguien se caía en el campo de juego, era el primero en extender la mano para ayudarlo a levantarse. Esa bondad, combinada con su sonrisa, hacía que A lo admirara cada vez más.
Con el paso del tiempo, J comenzó a notar la presencia de A en los recreos. Al principio, fue solo una mirada rápida, una sonrisa al pasar, pero luego empezó a acercarse más. Un día, mientras A estaba sentado en el banco del parque con su libro, J se le acercó con la pelota bajo el brazo.
—¿Te gustaría jugar un rato? —preguntó J, con esa sonrisa que A tanto admiraba.
A, sorprendido, cerró su libro rápidamente y asintió con la cabeza.
—¡Claro! —respondió, aunque no era el mejor jugando al fútbol.
Corrieron por el campo, pasándose la pelota de un lado a otro. A no podía dejar de reírse cada vez que J hacía alguna broma o se tropezaba jugando, y J, por su parte, se divertía viendo cómo A intentaba seguirle el ritmo. Fue una tarde sencilla, pero para A fue uno de los mejores momentos que había vivido.
A partir de ese día, los dos comenzaron a pasar más tiempo juntos. No solo en los recreos, sino también después de la escuela. A veces jugaban al fútbol, otras veces simplemente caminaban por el parque y charlaban sobre cosas cotidianas, pero lo que más disfrutaban era la compañía mutua. J era fácil de hablar, siempre encontraba algo positivo en todo, y con el tiempo, A empezó a sentirse más confiado, más seguro de sí mismo.
Lo que comenzó como una simple admiración pronto se convirtió en una amistad fuerte y especial. A se dio cuenta de que lo que sentía por J no era solo por su apariencia o su habilidad para jugar al fútbol. Era su bondad, su capacidad para hacer sentir a todos bienvenidos, lo que lo hacía tan especial. Y J, por su parte, apreciaba la sinceridad y el cariño que A le demostraba.
Pasaron los meses, y aunque a veces la vida les ponía pequeños obstáculos, su amistad se mantuvo firme. Hubo días en los que las cosas no salieron como esperaban, partidos que perdieron, exámenes que no salieron tan bien, pero siempre encontraban una manera de apoyarse el uno al otro.
Un día, mientras caminaban por el parque al atardecer, J miró a A y le sonrió.
—Sabes, me alegro mucho de que nos hayamos hecho amigos —dijo J.
A, con el corazón latiendo rápido, sonrió de vuelta.
—Yo también —respondió, sintiendo una calidez que no podía explicar del todo.
Ambos se sentaron en un banco, mirando cómo el sol se ponía lentamente en el horizonte. La luz anaranjada bañaba el parque, y el sonido de las hojas movidas por el viento creaba un ambiente tranquilo. A no pudo evitar pensar en cómo todo había comenzado con una simple sonrisa, y cómo esa sonrisa había cambiado su vida de una manera que nunca imaginó.
Sabía que, sin importar lo que el futuro les deparara, siempre tendría a J a su lado. Y esa certeza le daba una paz y felicidad que no podía describir con palabras.
Conclusión:
La amistad entre J y A creció y se fortaleció con el tiempo. Aunque la vida les presentaba desafíos y cambios, ambos sabían que siempre podrían contar el uno con el otro. A veces, las conexiones más profundas nacen de los momentos más simples, y para A, todo había comenzado con una sonrisa, una sonrisa que iluminó su mundo y le mostró el valor de la verdadera amistad.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.