Andrés, Ruth y Pablo eran tres amigos que vivían en los barrios de San Andrés, en Petén, Guatemala. A pesar de las diferencias de edad entre ellos, siempre se habían unido por su amor a la aventura y la naturaleza que rodeaba su comunidad. Andrés tenía 12 años, Ruth 10, y Pablo 11, pero cada uno de ellos tenía algo único que lo hacía especial, y juntos eran inseparables.
Los barrios de San Andrés estaban rodeados por un paisaje impresionante. Al norte, la selva tropical se extendía hasta donde alcanzaba la vista, llena de vida y misterio. Al sur, se erguían las majestuosas ruinas mayas, vestigios de una antigua civilización que una vez dominó la región. La combinación de estos dos mundos, el moderno y el ancestral, hacía que San Andrés fuera un lugar único, con secretos por descubrir y muchas historias por contar.
Una mañana de verano, mientras jugaban cerca de la pequeña plaza del barrio, Andrés sacó un viejo mapa que había encontrado en el desván de la casa de su abuelo. El mapa mostraba un lugar secreto, una cueva escondida en lo profundo de la selva. Según el abuelo, esa cueva estaba llena de misterios, y tal vez, hasta podría haber algo valioso escondido allí. Andrés, con los ojos brillantes de emoción, les mostró el mapa a Ruth y Pablo.
—¡Miren lo que encontré! —exclamó Andrés, con una sonrisa en el rostro—. ¡Es un mapa de un lugar que nadie conoce!
Pablo, el más audaz de los tres, se acercó rápidamente para ver el mapa.
—¡Eso suena increíble! —dijo, saltando de emoción—. ¡Vamos a buscar la cueva! ¿Qué estamos esperando?
Ruth, aunque un poco más cautelosa, se mostró igual de interesada. Siempre había soñado con explorar los secretos de la selva y descubrir algo nuevo.
—¿Pero cómo vamos a saber por dónde empezar? —preguntó Ruth, mirando el mapa con curiosidad.
Andrés les explicó que el mapa tenía algunas marcas y símbolos que señalaban puntos de referencia: un gran árbol con hojas rojas, un río que cruzaba el camino, y una pequeña colina donde, según el mapa, debían cavar para encontrar la entrada de la cueva.
Decididos, los tres amigos se prepararon para su gran aventura. Andrés, con su mochila llena de provisiones, lideraba el grupo, mientras que Pablo y Ruth lo seguían, llenos de entusiasmo. Caminaron por las calles del barrio, saludando a los vecinos que los miraban con curiosidad. No sabían lo que les esperaba, pero lo único que importaba era que estaban juntos.
Después de caminar durante más de una hora, llegaron a las afueras del barrio y comenzaron a adentrarse en la selva. El aire fresco y húmedo les acariciaba la piel, y el sonido de los pájaros y el crujir de las hojas bajo sus pies les acompañaba en cada paso. La vegetación se volvía más densa a medida que avanzaban, y el olor a tierra húmeda llenaba el aire.
De repente, después de cruzar un pequeño arroyo, llegaron a un árbol gigantesco con hojas rojas que brillaban a la luz del sol. Era el primer punto de referencia del mapa.
—¡Lo encontramos! —gritó Andrés, señalando el árbol—. ¡Aquí debe estar cerca la cueva!
Los tres se acercaron al árbol, mirando con atención cada rincón. Ruth, que siempre había sido muy observadora, notó algo extraño en el tronco.
—¿Ven eso? —preguntó, señalando una pequeña hendidura en la corteza del árbol.
Andrés se acercó y tocó la hendidura con sus dedos. De repente, el tronco comenzó a moverse, y una puerta secreta se abrió lentamente, revelando un túnel oscuro.
—¡Vaya, esto es increíble! —dijo Pablo, sin poder creer lo que veía.
Con el corazón acelerado, los tres amigos se adentraron en el túnel. La luz de sus linternas iluminaba el camino, y la sensación de estar descubriendo algo desconocido los llenaba de emoción. A medida que avanzaban, la temperatura bajaba y el aire se volvía más denso, como si el túnel estuviera guardando secretos muy antiguos.
Finalmente, llegaron a una sala amplia, donde el eco de sus pasos se escuchaba claramente. En el centro de la sala, había una piedra enorme con inscripciones mayas. Andrés, que había estudiado un poco sobre los mayas, reconoció las marcas como símbolos sagrados.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.