Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de colinas verdes y frondosos bosques, tres hermanos llamados Felipe, Carmela y Julián. Felipe tenía 10 años y era un chico con un carácter vivaz y una melena de pelo rojo que destacaba bajo el sol. Carmela, con 12 años, era la hermana mayor, siempre responsable, con su cabello castaño siempre recogido en una trenza. Julián, el menor, de 9 años, era travieso y curioso, con un cabello negro como la noche. Vivían con sus padres, Claudia y Hugo, en una casa de madera junto al bosque, y sus días transcurrían entre juegos, travesuras y alguna que otra pequeña aventura.
Un día, mientras exploraban el bosque, los tres hermanos se encontraron con una cabaña que nunca antes habían visto. Era una casa pequeña, hecha de piedras grises y con un techo de paja que parecía estar a punto de desplomarse. La curiosidad de Julián lo llevó a acercarse, seguido de cerca por Felipe y Carmela. Al asomarse por la ventana, vieron a una anciana con el cabello completamente blanco, enredado bajo un gran sombrero puntiagudo. Estaba de pie junto a un caldero, murmurando palabras que ellos no podían entender.
«¡Miren! ¡Es una bruja!» exclamó Julián, tratando de contener la risa. Felipe comenzó a imitar el murmullo de la anciana, gesticulando exageradamente, mientras Carmela, aunque más reservada, no pudo evitar reírse también. Los tres se burlaban de la bruja sin darse cuenta de que, desde el interior, los ojos de la anciana los observaban fijamente.
La puerta de la cabaña se abrió de repente, y la bruja salió con una expresión severa en su rostro. «¿Se están burlando de mí?» preguntó con voz grave, que hizo que los tres niños se quedaran congelados en su lugar. «Soy Artemisa, y no tolero que los niños irrespetuosos se rían de mí.»
Felipe, tratando de parecer valiente, respondió: «Solo estábamos jugando. No es para tanto.»
«¿Jugando, dices?» replicó Artemisa, y de su boca surgió una risa que hizo eco en el bosque. «Quizás les gustaría jugar de otra manera. ¡Veamos cómo se ríen ahora!»
Antes de que los niños pudieran reaccionar, Artemisa levantó su mano y murmuró unas palabras en un idioma extraño. Un destello de luz envolvió a los tres hermanos, y cuando la luz se desvaneció, los tres se encontraron convertidos en pequeños pollitos de colores. Felipe era ahora un pollito rojo brillante, Carmela un pollito marrón claro, y Julián un pollito de un negro profundo.
Los tres hermanos piaron asustados, incapaces de hablar. Intentaron correr, pero sus pequeñas patas de pollito los hicieron tropezar y caer. Artemisa se acercó, con una sonrisa satisfecha en su rostro. «Así aprenderán a no burlarse de los demás,» dijo. «Ahora deben encontrar la manera de romper el hechizo, si es que pueden.»
Desesperados, los tres pollitos comenzaron a correr hacia el bosque. Se sentían aterrados y confundidos, y no sabían qué hacer. Afortunadamente, el bosque estaba lleno de animales que los conocían y, al ver lo que les había sucedido, decidieron ayudarlos.
Un búho sabio, que vivía en un viejo roble, fue el primero en hablarles. «Pequeños,» dijo con voz profunda, «para romper el hechizo de Artemisa, deberán mostrar verdadero arrepentimiento y aprender una lección sobre el respeto y la humildad.»
Los pollitos escucharon atentamente, y aunque no podían hablar, entendieron lo que el búho les decía. Sabían que no deberían haberse burlado de Artemisa, pero ahora necesitaban encontrar una manera de demostrar su arrepentimiento.
Mientras se adentraban más en el bosque, encontraron a un zorro astuto, que les sugirió un plan. «Si logran encontrar una flor mágica que crece en el corazón del bosque y se la ofrecen a Artemisa junto con una disculpa sincera, tal vez los perdone,» dijo el zorro. «Pero tengan cuidado, la flor está protegida por criaturas del bosque que no permiten que cualquiera la tome.»
Sin otra opción, los tres pollitos se dirigieron al corazón del bosque. El camino fue largo y lleno de obstáculos. Tuvieron que atravesar un río caudaloso, esconderse de un águila hambrienta y evitar ser atrapados por un gato salvaje. Finalmente, llegaron al claro donde crecía la flor mágica, una hermosa flor que brillaba con luz propia.
Pero como había advertido el zorro, la flor estaba protegida por un grupo de duendes del bosque, pequeños seres que se movían rápidamente entre las hojas y ramas. Los duendes se rieron al ver a los tres pollitos intentar alcanzar la flor.
«¿Qué hacen unos simples pollitos aquí?» preguntó el líder de los duendes, burlándose de su pequeño tamaño.
Felipe, con su plumaje rojo brillando al sol, se adelantó y trató de mostrarles que no tenían malas intenciones. Con gestos torpes pero sinceros, los pollitos trataron de explicar que necesitaban la flor para romper un hechizo y que estaban dispuestos a hacer lo que fuera necesario para obtenerla.
El líder de los duendes, viendo la sinceridad en los ojos de los pollitos, decidió darles una oportunidad. «Si pueden demostrar que realmente han aprendido una lección, les permitiremos llevar la flor,» dijo.
Los tres pollitos trabajaron juntos para construir un pequeño refugio para los duendes, usaron hojas y ramas para crear un lugar cálido y seguro. Los duendes quedaron impresionados por su esfuerzo y colaboración, y decidieron que merecían la flor mágica.
Con la flor en su pico, los tres pollitos regresaron a la cabaña de Artemisa. Cuando la bruja los vio llegar, levantó una ceja, sorprendida. Los pollitos dejaron la flor a sus pies y, con sus pequeños ojos llenos de arrepentimiento, se inclinaron en señal de disculpa.
Artemisa observó la escena en silencio durante un largo momento. Finalmente, su expresión se suavizó. «Veo que han aprendido la lección,» dijo con un tono más amable. «El respeto y la humildad son virtudes importantes. A veces, los errores pueden enseñarnos más de lo que imaginamos.»
Con un movimiento de su mano, Artemisa deshizo el hechizo. La luz que los había transformado en pollitos volvió a envolver a los tres hermanos, y en un abrir y cerrar de ojos, estaban de vuelta a su forma humana. Felipe, Carmela y Julián se miraron, agradecidos de estar juntos y sanos.
«Gracias,» dijo Felipe, esta vez con sinceridad en su voz. «Nos disculpamos por habernos burlado de ti.»
Artemisa asintió, con una pequeña sonrisa. «Aprendieron una valiosa lección hoy. Recuerden siempre tratar a los demás con respeto.»
Los tres hermanos regresaron a casa, y aunque nunca contaron a nadie sobre su aventura, supieron que esa experiencia los había cambiado para siempre. Desde ese día, fueron más cuidadosos con lo que decían y cómo trataban a los demás, sabiendo que las palabras tienen poder y que el respeto es algo que siempre debe prevalecer.
Y así, los tres hermanos vivieron felices, llevando consigo la sabiduría que habían ganado en el bosque y recordando siempre la importancia de ser amables y respetuosos.
Fin.
Cuentos cortos que te pueden gustar
El Bosque Encantado de las Tres Capas
El Tesoro Escondido
El Misterio de la Sombra de Medianoche
Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.