Había una vez un niño de 8 años llamado Anderson, que vivía con su mamá y su hermana mayor, Jhosselin. Anderson era un niño curioso y divertido, pero tenía un pequeño problema que lo hacía sentir muy incómodo por las mañanas: a veces, soñaba que se estaba orinando, y cuando despertaba, se daba cuenta de que era verdad. Esto le causaba mucha vergüenza, especialmente porque su hermana siempre le preguntaba si se había orinado en la cama, y Anderson, con un suspiro, siempre tenía que admitir que sí.
Una de esas mañanas, Anderson despertó sintiéndose raro. Había tenido el mismo sueño de siempre: se veía en un lugar lleno de fuentes de agua, cascadas y lagos. El sonido del agua lo relajaba tanto que, al final, se orinaba en su cama. Al abrir los ojos, lo primero que vio fue a su hermana Jhosselin, que estaba de pie junto a su cama, con una sonrisa suave en el rostro.
—¿Otra vez, Anderson? —preguntó Jhosselin, con un tono que no era de burla, sino de cariño.
Anderson se sentó en la cama, con la cara ruborizada, y asintió.
—Sí, otra vez —murmuró.
Pero algo había cambiado ese día. Aunque Anderson solía levantarse renegando por la incomodidad de haberse orinado, ese día se levantó de buen humor. No entendía por qué, pero el hecho de que su hermana no se burlara de él lo hizo sentir mejor. En lugar de sentirse avergonzado, Anderson se sintió un poco más tranquilo.
Jhosselin, que siempre había sido una hermana mayor protectora, le ayudó a cambiar las sábanas sin hacer mucho alboroto. Para ella, su hermanito era lo más importante, y si podía ayudarlo a sentirse mejor, lo haría sin dudar.
—Vamos, Anderson —dijo Jhosselin mientras terminaban de arreglar la cama—. Hoy es un nuevo día, y tienes muchas cosas que hacer.
Era cierto. Anderson tenía que prepararse para ir a la escuela, y aunque eso normalmente lo ponía nervioso, ese día se sentía diferente. En la escuela, a menudo enfrentaba otros problemas, como perder sus colores y borradores, cosas que sus amigos «accidentalmente» le quitaban sin devolverle. Aunque Anderson nunca se atrevía a reclamar, sabía que no era justo.
Esa mañana, mientras se dirigía al colegio, se encontró con su mamá, quien le dio siete soles para pagar las copias de su profesora. Anderson guardó el dinero con cuidado en su mochila, pero, como era de esperarse, uno de sus amigos vio la plata y le robó los siete soles cuando él no estaba prestando atención.
Durante todo el día, Anderson estuvo preocupado. Sabía que su mamá contaba con ese dinero para las copias, y ahora que había desaparecido, tenía miedo de lo que pudiera pasar cuando llegara a casa. Su mamá no solía pegarle, pero él temía su reacción. Era como si todo el peso del mundo se posara sobre sus pequeños hombros.
Cuando llegó a casa esa tarde, con el corazón latiendo fuerte por el miedo, se encontró con su mamá en la cocina. Ella notó que algo no estaba bien con su hijo.
—¿Qué pasó, Anderson? —preguntó su madre, mientras lo miraba con una mezcla de curiosidad y preocupación.
Anderson bajó la mirada y explicó lo que había sucedido, con la voz temblorosa, esperando que su mamá lo reprendiera.
—Mamá… perdí el dinero —dijo casi en un susurro—. Alguien me lo robó.
Para su sorpresa, su mamá no lo regañó ni lo corrió. En lugar de eso, ella suspiró y lo abrazó.
—Anderson, a veces pasan cosas que no podemos controlar —le dijo con una voz suave—. No te preocupes, lo resolveremos. Pero la próxima vez, ten más cuidado, ¿de acuerdo?
El alivio que sintió Anderson fue inmenso. Todo el miedo que había acumulado durante el día se desvaneció en ese momento. Su mamá no estaba enojada, y su hermana Jhosselin también lo apoyaba, siempre dispuesta a escuchar y ayudarlo cuando lo necesitaba.
A pesar de lo que había pasado ese día, Anderson aprendió una lección importante: no siempre las cosas malas terminan siendo tan graves como parecen. Su familia estaba allí para él, y eso lo hacía sentir más seguro.
Con el tiempo, Anderson dejó de preocuparse tanto por los pequeños errores y comenzó a disfrutar más de su vida cotidiana. Aunque a veces seguía soñando con fuentes y cascadas que lo hacían mojar la cama, ya no se sentía tan avergonzado. Sabía que, al despertar, su hermana Jhosselin estaría allí, con una sonrisa, lista para ayudarlo. Y eso le daba la confianza que necesitaba para enfrentar cualquier día.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.