Érase una vez, en un pequeño pueblo rodeado de montañas, vivía una familia que parecía común y corriente, pero que pronto se enfrentaría a algo mucho más oscuro de lo que jamás podrían haber imaginado. En esta familia estaban Mamitaa, una mujer amable con el pelo marrón y pequeñas pecas que salpicaban su rostro; su esposo Papitoo, un hombre siempre sonriente con gafas rojas y entradas en el cabello; y sus dos hijos, Daniel y Antonio. Daniel era un chico de pelo marrón, con la misma sonrisa y pequitas que su madre, mientras que Antonio era delgado, con el pelo negro y una mirada siempre un poco perdida, como si estuviera en su propio mundo.
Vivían en una casa antigua, grande y solitaria, que había pertenecido a la familia de Papitoo durante generaciones. Sin embargo, una tragedia golpeó a la familia: Papitoo enfermó y, en poco tiempo, murió. Fue un golpe devastador para todos, pero especialmente para Daniel, quien estaba muy unido a su padre. Mamitaa trató de mantener a la familia unida, pero la tristeza envolvía la casa como una sombra.
Con el tiempo, Mamitaa conoció a otro hombre, a quien los niños empezaron a llamar «Papá». Era un hombre alto, fuerte y con una presencia imponente. Aunque parecía amable al principio, Daniel nunca se sintió del todo cómodo con él. Había algo en la manera en que Papá los miraba, como si estuviera evaluando cada uno de sus movimientos. Antonio, por otro lado, era más reservado, y apenas hablaba desde la muerte de Papitoo.
Con la llegada de Papá, las cosas en la casa comenzaron a cambiar. La gran mansión que una vez había sido acogedora ahora se sentía fría y llena de sombras. Por las noches, los crujidos de las paredes parecían más fuertes, y el viento que soplaba entre las ventanas emitía un silbido extraño. Daniel empezaba a notar cosas raras: puertas que se cerraban solas, pasos que escuchaba cuando nadie más estaba en casa, y sobre todo, la inquietante sensación de que Papá siempre los observaba, incluso cuando no lo veían.
Un día, Mamitaa les dijo que Papá había preparado una sorpresa en el sótano. «Vamos, niños, Papá quiere mostrarles algo», dijo ella con una sonrisa, pero algo en sus ojos parecía apagado. Daniel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El sótano era el lugar más oscuro y misterioso de la casa. Nunca habían bajado allí desde que Papitoo murió, y la idea de hacerlo ahora no le gustaba nada.
Papá los llevó al sótano uno por uno. Primero fue Antonio. «No tardaré», le dijo a Daniel, pero no volvió en todo el día. Cuando Daniel preguntó por su hermano, Mamitaa le dijo que estaba jugando abajo, pero algo en su voz sonaba extraño, como si estuviera nerviosa o asustada.
Esa noche, mientras Daniel intentaba dormir, escuchó un ruido extraño proveniente del sótano. Era como si alguien golpeara suavemente las paredes desde el otro lado. No pudo soportarlo más. Se levantó de la cama y, armado de valor, decidió bajar al sótano para ver qué estaba ocurriendo. Deslizó silenciosamente la puerta y comenzó a bajar las escaleras, cada paso crujía bajo sus pies.
Al llegar abajo, se encontró con una escena aterradora. El sótano estaba oscuro, y las paredes estaban cubiertas de extrañas marcas. En una esquina, vio a Antonio, débil y con una expresión de terror en el rostro. Estaba encerrado, sin comida ni agua, como si hubiera estado allí durante días.
«¡Antonio!», gritó Daniel, corriendo hacia su hermano. Pero antes de que pudiera alcanzarlo, sintió una mano firme agarrándole el hombro. Era Papá, su enorme figura proyectaba una sombra que parecía devorar todo a su alrededor.
«Vas a unirte a tu hermano», dijo Papá con una sonrisa escalofriante. «Es mejor que todos estén aquí, lejos de todo… controlados.»
Daniel supo en ese momento que tenía que hacer algo. No podía dejar que Papá los encerrara para siempre. Mientras Papá se distraía, Daniel vio un cuchillo tirado en el suelo, probablemente olvidado en alguna de las visitas de Papá al sótano. Sin pensarlo dos veces, lo tomó y, con un movimiento rápido y decidido, se defendió. Papá cayó al suelo, sorprendido, y las sombras que lo rodeaban parecieron desvanecerse con él.
Con el corazón latiendo con fuerza, Daniel liberó a su hermano y, juntos, corrieron hacia arriba. Mamitaa los esperaba en la puerta, y aunque al principio estaba confundida, pronto comprendió lo que había pasado. Papá no era quien decía ser, y la casa, con sus oscuros secretos, ya no sería su hogar.
Decidieron dejar la casa y mudarse lejos, a un lugar donde las sombras no pudieran alcanzarlos. Con el tiempo, Daniel y Antonio volvieron a ser los niños felices que alguna vez fueron, aunque las cicatrices de lo que vivieron en esa casa jamás se borraron por completo.
Desde ese día, la casa de las sombras quedó vacía, y en el pueblo nadie volvió a hablar de ella. Pero algunos dicen que, si pasas cerca al anochecer, aún puedes escuchar el eco de pasos en el sótano, como si las sombras de ese lugar no quisieran ser olvidadas.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.